El 28 de abril a las 12:30 (hace justo una semana mientras escribo estas líneas), mi marido y yo fuimos a recoger a mi hijo al colegio. Íbamos a ir a comer casa de mis padres. De camino hacia su casa, nos encontramos con mi padre que había salido a nuestro encuentro. En una calle ancha que hay que cruzar justo antes de llegar a su casa, vimos que no funcionaban los semáforos. Esperamos a ser un grupo grande de peatones para envalentonarnos y cruzar. Pensé en lo poco empáticos y compasivos que pueden llegar a ser los conductores.
Reparamos en que los restaurantes y comercios de la zona tampoco tenían luz. Las aceras estaban llenas de gente comentando que se trataba de un apagón. Comprobamos que no teníamos internet. El teléfono no funcionaba. No podíamos saber qué estaba pasando.
No tardamos en escuchar que había sido en toda España. Había quien incluso decía que era a nivel mundial, que en Portugal, Francia e Italia tampoco tenían luz. Hablaban de que podíamos tardar horas, incluso días, en recuperar la electricidad. Empezaron los rumores sobre un posible ciberataque. Había quien se lo tomaba con humor y en quien empezaba a cundir el pánico. Pensé en lo que nos gusta alimentar rumores, especialmente si son negativos, y la responsabilidad social que tenemos frenándolos o contribuyendo a difundir los positivos.
“¿¡Qué vamos a comer hoy!? Tenía la olla preparada con el cocido pero no funciona la vitro”, escuché a una mujer. Nosotros teníamos gazpacho de primero pero pensé que tampoco podríamos cocinar la carne que habíamos previsto de segundo.
Hay una panadería al lado de casa de mis padres y se me ocurrió preguntar si tenían empanada. “¿Cuánta quieres?”. Ante la previsión de que el apagón durara horas, la pedí entera. “Solo se puede pagar en efectivo”. Conté todo el dinero que tenía suelto y se lo dije a la vendedora. “Te da para llevarte tres cuartos de empanada”.
Reparé en lo dependientes que somos de la electricidad. No hacía ni media hora que se había ido la luz y ya nos había costado cruzar la calle, no sabíamos qué estaba pasando ni teníamos forma de enterarnos, dependíamos de un tercero para tomar un segundo plato caliente, me había quedado sin dinero suelto, es decir, sin posibilidad de comprar nada el resto del día…
Comiendo en casa de mis padres, me di cuenta una vez más de lo afortunados que somos por poder comer toda la familia un lunes, lo afortunados que éramos de que nos hubiera pillado el apagón ya juntos, de que existiera la posibilidad de no ir al colegio por la tarde y de que nos pudiéramos permitir dedicarnos esa tarde.
Estuvimos toda la tarde paseando, observando cómo se estaba viviendo el apagón en las calles. Las terrazas y los parques estaban abarrotados de gente mirándose a la cara y hablando porque no había ningún elemento distractor ni nada mejor que hacer. Las calles y aceras estaban llenas de coches y personas intentando volver a casa, algunas inquietas porque no sabían nada de sus familias y otras tranquilas porque no había otra preocupación ni ocupación que llegar a casa. Era cuestión de tiempo. La alternativa habría sido estar trabajando, como cada lunes.
De camino a casa nos paramos a hablar largo y tendido con algunos vecinos a los que normalmente por las prisas solo saludamos.
Ya en casa, hice una sopa de letras con mi hijo y preparamos una cena fría, que nos terminamos justo a tiempo para irnos a dormir antes de que anocheciera. De nuevo me sentí afortunada esta vez por poder adaptar nuestro ritmo de vida a la luz solar. También por contar con recursos para haber mantenido la calma durante todo el día y la confianza de que la luz volvería y todo iría bien.
A las 22:40 nos despertó el grito de un vecino emocionado: “¡Ha vuelto la luuuuuuz!”. Me levanté a apagar la luz de la habitación de mi hijo, que se había quedado encendida.
Al día siguiente, en varios momentos del día, absorbidos por la pantalla del móvil, tratando de ponernos al día de los mensajes enviados y no enviados durante el apagón, deseé que se fuera un ratito de nuevo la luz.
El día del apagón fue para mí un día para la reflexión, una nueva invitación a parar. Un día desconectados para conectar con nuestra esencia. Un día para vivir al ritmo que nos marca la luz solar y experimentar sus ventajas. Un día en el que me habría gustado escribir estas líneas, pero prioricé lo importante: estar juntos y velar por la calma en la familia. Un día en el que priorizar el ser y el estar versus el hacer. Un día para entender que hay cosas que pueden esperar, aunque a diario parezca que todo es urgente. Un día para reflexionar sobre lo dependientes que somos de la electricidad, de la tecnología, de internet, de los bancos y, lo más grave, de los que nos lo proveen. Un día para agradecer que normalmente no nos faltan, pero sobre todo para valorar lo que no faltó. Un día para entrenar la habilidad de soltar lo que no podemos controlar. Un día para alimentar el optimismo y aferrarse a las buenas noticias. Un día para entender y legitimar nuestras emociones, porque las transitamos todas: sorpresa (“¡Se ha ido la luz!”, “¡Parece que ha sido en toda España!”); miedo (“¿Será un ciberataque?”, “Y si tarda días en volver?”); asco (“Como dure muchas horas, va oler tan mal la nevera como las calles llenas de basura esta semana”); ira (“¿Y ahora qué comemos si no funciona la vitro? ¡Se va a poner mala la carne!”); tristeza (“No sé cuántas veces hemos mirado el móvil para comprobar si funciona. No sabemos vivir sin él”); felicidad (“Lo bueno es que podemos disfrutar de la tarde juntos”). Un día para preparar nuestro kit de superviviencia emocional y entrenar habilidades.
Te reto a buscar el lado positivo de tu apagón y a vivir cada día provocando tu apagón para experimentar sus ventajas.

